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Pan y melcocha

Llegaron, apagaron el motor del jeep robado de su padre, y el sonido fuerte del motor se desvaneció para dar paso al sonido del viento. El cerro estaba verde y el cielo estaba completamente azul, era el día más bonito del verano.

Se miraron, sonrieron y empezaron a subir, en silencio. La subida al cerro era simbólica desde cualquier punto de vista, era escapar, era buscar un lugar para estar en paz.

El hogar no era un mal hogar, tenían todo, pero también tenían un padre severo, y sus espinas dorsales les advertían de su presencia, cada vez que llegaba a la casa del trabajo, por que subía un frio helado hasta la nuca y ellos sabían que él ya estaba ahí.

Cada paso cuesta arriba en Cerro Loma era un paso más lejos de ese padre, y más cerca de sentir un poquito de libertad.

Cada paso cuesta arriba les arrancaba un respiro más profundo.

Cada paso cuesta arriba eran gotas de agua sagrada en un exorcismo.

Eran los compañeros perfectos el uno del otro para hacer esa travesía, y estaban en completa paz al llegar a la cima, y ver todo el valle, casitas, vacas, agricultores, perros, camiones.

Todo se veía pequeño, lejano, y ellos se sentían intocables.

Uno sacó de su mochila pan y melcocha y se sentaron a compartir ese banquete, riendo y siendo felices de ser hermanos, de estar jóvenes y tener tantos sueños por delante. Se miraron a los ojos sabiendo que no se iban a abandonar nunca, siempre iban a estar para el otro.

Se quedaron hasta las seis de la tarde, y bajaron corriendo el mismo cerro que tanto les había costado subir.

 

Sabían que les esperaba una reprimenda de parte del padre, y no les importaba, era el precio que tenían que pagar. Nadie les iba a quitar ese recuerdo, ningún golpe les iba a poder borrar del alma, esta tarde juntos.

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