María Cristina
El sudor le caía a gotas: por la cara, por el cuerpo, por todas partes... mientras esperaba, en la vereda polvorienta del pueblo, que sonara la campana de salida de la escuela.
Tenía los oídos atentos, los ojos redondos —casi color ámbar— fijos en la puerta cerrada que exhibía un letrero: "Escuela Fiscal General Temístocles López Llerena". No se oía ningún ruido. El calor del mediodía hacía que la parte baja de la puerta temblara, como incinerada por un fuego invisible.
Su vida era tranquila. Feliz. Tenía a sus cuatro hermanos con ella, para jugar la mitad del día y toda la noche.
Era una María Cristina de gustos sencillos. Le gustaba el maíz, la leche de vaca, sentarse en la sombra de un árbol de plátanos por la mañana, y dormir hasta que fuera la hora prevista.
Sus cuatro hermanos eran buenos con ella. La mimaban y jugaban siempre que ella quisiera. No hacía falta más que una de esas miradas suyas para que ellos entendieran que se aburría, y buscaran cómo entretenerla.
Su madre le hacía mimos todas las mañanas a las cinco, mientras preparaba el desayuno para sus hermanos. Su padre leía el periódico y fumaba un cigarrillo, mientras le daba de comer pedacitos de pan remojado en café con leche.
Finalmente, sonó el timbre. Se escuchó el barullo de todos los niños apresurando maletas de cuero, libros colgados de sogas, risas y gritos. La puerta de madera, corroída por el sol, rayada y destartalada, se abrió de par en par para dejar salir a la multitud a la calle.
Se incorporó. El corazón le empezó a latir más rápido de lo normal —siempre pasaba—. Olía a sus hermanos, cada vez más cerca.
Movió la cola. Las patas estaban inquietas. Todos los pelos de su cuerpo porcino se erizaron.
María Cristina era un jabalí.
Tenía pelos gruesos en la coronilla, un cuerpo regordete con patitas delgadas y pezuñas negras y brillantes, dientes amarillentos y un hocico húmedo y ruidoso.
Todas las mañanas acompañaba a sus hermanos a la escuela, y por las tardes sabía con exactitud la hora en que la campana los liberaba de sus labores para ir a jugar con ella. Era su momento favorito del día. Siempre los extrañaba mientras no estaban.
Iban llegando uno por uno: tres muchachos altísimos pero delgados, y una chica con lentes gruesos y pestañas tristes.
Siempre eran los cuatro, en orden de estatura, con María Cristina al final, dando pasitos rápidos y cortos para seguirles el ritmo, meneando la cola de un lado al otro en perfecta armonía y felicidad. Una tarde más de juegos, travesuras y mimos con ellos.