María mulata
Cartagena, 1723.
Ruido, mucho ruido, de gente, de caballos, de perros ladrando. Nada de brisa y un sol que quemaba hasta los huesos.
Eran las doce del día y el barco por fin había llegado al puerto. Ella no podía aguantar más, tenía la panza hinchada, estaba vomitada por el mareo de todo el viaje, y los ojos hinchados de llorar. Estaba a punto de dar a luz.
La situación no era la que esperaba para traer al mundo a sus descendientes, estaba lejos de su hogar, asustada y encadenada en la bodega de un barco junto a 329 almas en las mismas condiciones, quién sabe cuántas de ellas ya eran solo cadáveres. Era un barco de esclavos y Zoia era uno de ellos ahora.
Pensaba en su madre, pensó en su madre todos los meses del viaje, y veía aparecer a las sacerdotisa por encima de las jaulas, cada noche del viaje, para darle fuerzas.
Su madre, estaba como siempre la recordaría, la última vez que la vió, usando un turbante alto como si fuera una doble cabeza color fucsia, dos cuernos de jabalí bebé que le atravesaban los lóbulos de las orejas, y collares de cuentas de todos los colores. Desnuda del pecho, solo con los collares cubriendo ligeramente sus senos, y con una falda estampada de flores moradas, rojas y azules.
Había un detalle que no era igual a la imagen que tenía de ella, y es que cuando se le aparecía en el barco, tenía un ojo reventado, por la bala que le había quitado la vida, cuando los cazadores de esclavos invadieron la aldea, la sangre le corría espesa por la mejilla y llegaba hasta los pies. A pesar de esto, seguía manteniendo la mirada orgullosa y tierna que siempre le acompaño en su vida terrenal.
Pasó de ser la hija de la sacerdotisa a una mucama de una familia de aristócratas, con la casa más bonita dentro de la ciudad amurallada.
No sabía que había sido de su bebé, pero supo que era una niña.
Una mañana, luego de todo el barullo, del dolor y de la inspección para asegurar que era una esclava valiosa, limpiaba los cristales de roca de la señora de la casa y miraba distraída por la ventana.
Escucho un graznido armonioso, y logro distinguir en la ventana un polluelo de un pájaro negro, totalmente negro, con una pata rota.
Lo recogió y lo guardó en el delantal silenciosa y fue a su recámara, donde curó al animal y le hizo una cama con otro de sus delantales. Decoró el espacio asignado a su. nuevo amigo con unas conchas recolectadas en la playa.
El pájaro, resultó ser hembra, le llamó María.
Los dueños de la casa se habían acostumbrado ya a los graznidos del animal, lo veían revolotear en los techos altos entre las arañas de cristal, su silueta negra era un respiro de oscuridad entre las columnas altas recubiertas de cal y las decoraciones color palo de rosa.
La sacerdotisa se apareció entonces una noche, y María la reconoció inmediatamente, se le posó en el hombro. Zoia entendío entonces que aquel polluelo era su hija, a la que le habían arrancado de los brazos, momentos después de dar a luz. Entendío que había muerto poco después y que no pudiendo separarse de su madre, había reencarnado meses después en un polluelo de zanate.
Entendió entonces todo, entendío cómo el polluelo no se le separaba nunca. Cuando estaba muy chico, vivía y dormía dentro de su turbante, y ya más grande, le acompañaba todo el día a su jornada de trabajo de doce horas. Entendía por qué dormía junto a su cabeza en su almohada.
Dos lágrimas le nacieron en los ojos y le recorrieron ambas mejillas de manera simétrica, mientras el pájaro volaba nuevamente a su lado y se posaba en sus manos, acurrucándose.
La sacerdotisa la miró e hizo un gesto de despedida, y Zoia entendió que no había estado sola nunca, que el alma de su madre había estado con ella y ahora su hija estaba a su lado, en una forma animal tan pequeñita y tan escondida, que era imposible separarlas.