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1926

Se vieron y no pudieron evitar sostenerse la mirada. Los ojos clavados en los del otro, firmes, sin parpadear.

Una ráfaga de calor espumoso les recorrió toda la piel. Ese calor se quedó en el pecho, quemando despacito, como si un rayo de sol hubiera atravesado las paredes de la vieja casa y se hubiera instalado justo ahí, entre los dos pulmones.

Tuvieron siete hijos: dos murieron y cinco vivieron. Ella los tuvo a todos en la casa, con ayuda de la matrona. Salvó a uno de ellos de la muerte. Y crecieron —hombres y mujeres— con sus propios hijos, con sus propias vidas felices.

Sentada frente a la ventana, recordaba ese primer cruce de miradas, del cual habían pasado ya muchos años, incontables años. Él ya no estaba a su lado. Él era el recuerdo, las fotos. Él era los objetos atesorados y heredados por sus hijos.

Con los ojos ámbar, ahora tornándose grises, y las canas pintadas de rojo. Con el vestido estampado, los aretes de perlas —como los que usó toda la vida—, con rosa en los labios y las manos arrugadísimas, se dio la vuelta y me dijo:

—Tu abuelo me decía "osito".

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