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Ondulario

Era agosto y toda la familia decidió ir a la casa de la playa, era una casa de un piso, con tres habitaciones, blanca.

Todos de alguna manera cabían, y eran muchas personas.

El paseo de la mañana era obligatorio para él, caminaba despacio, llevando a cuestas sus años, sin que le pesen, sino más bien con honor. El honor de haber criado a una familia, de darles todo, de quererles, abrazarles y cuidarles.

Esa mañana se alejó del grupo que ya se disponía a broncearse y echarse al sol, y su nieta, de cabellos oscuros y largos lo siguió.

Conversaban del mar, de cuando él era jóven, y alguna vez encontró en la playa doblones de oro de un naufragio. Él le aconsejaba, ¨no seas tan terca, debes ser más tranquila, más paciente¨ Seguramente veía en ella un fuego enorme en sus ojos de adolescente, un fuego rebelde, que no entendía, de dónde había surgido.

Caminaban en esa partecita del la playa que las olas bañaban con lo último de su marea, a cada movimiento le perseguían apariciones de caracoles y piedras enterradas en la arena mojada, entonces recogían conchas.

Para ella esa es la historia, la que recuerda cada vez que mira el caracol café, elegante y brillante, casi completo, ya sin la punta, que guarda en una lata de chocolates en su altar.

Cómo no acordarse de la mañana con su abuelo en la playa, y de la emoción al encontrar un caracol tan perfecto, tan elegante, casi de color ámbar, y con una espiral infinita en su interior.

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